La Sagrada Escritura es una fuente inagotable de sabiduría que revela cómo la Gracia de Dios actúa en la historia humana, fecundando nuestras obras, transformando corazones y conduciéndonos a la Alegría plena que sólo el Espíritu Santo puede dar. En el Domingo XVI del Tiempo Ordinario, la Liturgia de la Palabra de la Eucaristía nos presenta dos textos muy célebres en la espiritualidad cristiana católica. En muchos encuentros y retiros, al reflexionar sobre la oración, se citan la Teofanía de Mambré (Gn 18,1-10a) y la visita de Jesús a Marta y María (Lc 10,38-42). La segunda lectura del día de hoy se presenta como un testimonio de la obra de la Gracia de Cristo (Col 1,24-28). Pero, el día de hoy quisiera proponer una reflexión en la que reconozcamos una potente invitación a abrir nuestros corazones a la acción de la Gracia divina, la cual no solo hace más fuerte la acción humana, sino que la eleva a la condición de ofrenda santa que, unida a los méritos de Cristo perdura, madura y fructifica en este mundo y en la vida eterna. Cuando el corazón está herido por el activismo, el dolor y la superficialidad en nuestro caminar, estas lecturas ofrecen un itinerario espiritual hacia la plenitud del ser en Dios, nuestro Padre.
Abraham y la hospitalidad. En el pasaje del Génesis, Abraham, sentado a la entrada de su tienda en el calor del día, ve acercarse a tres hombres, abre su corazón y corre a su encuentro para ofrecerles hospitalidad. Es un gesto de humanidad, de apertura al otro, una de las enseñanzas de la vida del desierto: comprender y atender al peregrino. Sin embargo, el relato expresa cómo aquel gesto se convirtió en una experiencia de fe. Aquellos peregrinos no eran hombres cualquiera, sino mensajeros divinos, quienes hicieron presente al mismo Dios.
Abraham no sabe aún que es Dios quien lo visita, pero su corazón abierto y generoso es el terreno fértil para que se revele el grandísimo Don de Dios. La acción humana de Abraham: hospitalaria, sincera y desinteresada, expresa cómo es un corazón dispuesto al Don de Dios. Aquel encuentro se convirtió en espacio de Teofanía, en una manifestación de Dios y en un encuentro personal. Lo humano fue transfigurado por lo Divino.
En aquella sencilla carpa de Abraham en el desierto, resuena el anuncio de la vida, la promesa de un hijo para Sara, la bendición de la descendencia. La Gracia divina no anula lo humano, sino que lo eleva, fecundándolo de manera fructuosa y compasiva. La experiencia de Abraham enseña que la Gracia de Dios no se presenta en manifestaciones extraordinarias, sino que fecunda el corazón en la vida cotidiana cuando hay apertura, escucha y hospitalidad sincera.
Marta y María: de la acción humana a la escucha transformadora. En el Evangelio de Lucas se narra la visita de Jesús a la casa de Marta y María, en Betania. Ambas hermanas reciben al Señor, pero su actitud es distinta. Marta se entrega a los quehaceres de la hospitalidad, mientras que María se sienta a los pies de Jesús a escuchar su palabra. Jesús, sin despreciar la labor de Marta, afirma que María ha elegido "la mejor parte".
En este pasaje, el Señor Jesús no quiere contraponer acción y contemplación, como en ocasiones se reflexiona. En su enseñanza, nos revela un valor profundamente espiritual y clave en la fe católica. La acción humana, por valiosa que sea, no alcanza su plenitud si no está fecundada y alimentada por la Gracia, si no nace de una escucha que permite que el obrar sea fruto del Amor de Dios y del amor humano y no mera cumplimiento, autosuficiencia o pretensión esteril. María muestra un alma que, al abrirse a la palabra del Señor, se deja transformar por su Gracia. Ambas hermanas estiman al Señor y creen en Él, pero María muestra su reconocimiento y atención a la Gracia divina que es la presencia de Cristo en su propio hogar.
Marta, en cambio, aunque movida por la fe y la amistad, aún no ha comprendido e integrado plenamente la dimensión de la Gracia en su acción. La acción humana, por más racional y valiosa que sea social e individualmente, reconocida en la sociedad, por sí sola no puede llegar a la fecundidad dada por la Gracia divina. Sin ella, su valor se queda en este mundo, es consimida y muere sin esperanza. Lo que más se alcanza a desear en el mundo sin Gracia es la nostalgia de que todo vuelva a comenzar, llamada ley del eterno retorno, sin trascendencia, sin alegría, sin contento, sin esperanza.
La Gracia de Cristo eleva la acción humana de bien, justicia y belleza a la dimensión de la Cáritas divina, que da vida, renueva, purifica, fortalece, convirtiéndola en ofrenda agradable a Dios Padre, quien responde con su Misericordia dando vida al ser humano, de manera que sus obras perduren y su fruto permanezca, abonando a su ser y cultivando a los frutos del Espíritu Santo.
Es significativo que Jesús diga que la parte elegida por María "no le será quitada". La Gracia divina no procede del mundo, tampoco los frutos del Espíritu. Y, si el mundno no los puede dar, tampoco los puede quitar. Lo que nace de la Gracia permanece. La acción humana puede ser reconocida por el mundo, pero sin la Gracia, sus frutos son temporales. Con la Gracia divina, en cambio, se hacen eternos, porque son asumidos y refundados en el Misterio pascual de Cristo.
San Pablo: la Alegría en el sufrimiento. El testimonio de San Pablo en la carta a los colosenses es uno de los más conmovedores de la espiritualidad cristiana. "Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros". ¿Cómo es posible alegrarse en el sufrimiento? Sólo la Gracia de Dios puede realizar tal transformación. La fe cristiana no adora el sufrimiento ni la muerte, no predica un masoquismo espiritual. El cristiano católico adora el Amor de Dios que redime el sufrimiento humano. San Pablo ha llegado a comprender desde la fe, el valor y sentido del sufrimiento y muerte de Cristo, de tal manera que se entrega a vivir y a morir con Él. Su relación con Cristo ha llegado a ser tan íntima que sabe con certeza que sus sufrimientos no son en vano, sino que están unidos a los de Cristo, completando en su carne lo que falta a la Pasión del Señor, en beneficio de la Iglesia. ¿Qué es lo que falta a la Pasión de Cristo? la entrega del propio corazón, el de cada uno de nosotros, con Él.
Aquí se revela la fecundidad más alta de la acción humana: el sufrimiento ofrecido por amor, vivido en la fe, se convierte en un acto redentor cuando está unido a Cristo. La Gracia transforma la Cruz de Cristo en el verdadero Árbol de la vida. San Pablo no sólo acepta el sufrimiento, como una resignación sin esperanza, sino que la vive en la Alegría del Espíritu Santo. No se trata de las alegrías pasajeras del mund, sino del fruto del Espíritu Santo que llena el corazón de quien ha sido transformado por la Gracia.
La historia de Pablo es un camino de redención de un corazón endurecido por el celo, transformado por la Misericordia de Cristo en Damasco y plenificado por la Gracia divina en su misión evangelizadora. Su vida es un testimonio de cómo la Gracia no busca destruir o acabar con lo humano, sino que lo redime, eleva y perfecciona. El perseguidor se convirtió en apóstol, el fariseo se convirtió en testigo fiel del Amor de Cristo.
La acción humana elevada hacia la Alegría perfecta. Los tres textos nos permiten comprender una profunda enseñanza espiritual: la acción humana, aunque buena y necesaria, sólo alcanza su plenitud cuando es fecundada por la Gracia de Dios. Abraham, Marta y Pablo son testimonios en la revelación de esta verdad. El primero, por su hospitalidad, se convierte en interlocutor del Altísimo. La segunda, por su servicio, es invitada a un amor más profundo. El tercero, por su apertura, llega a la Alegría aún encarcelado y condenado a la muerte.
Se trata de un aprendizaje profundamente espiritual y liberador. No se trata de despreciar lo humano, sino de integrarlo en lo divino. No se trata de renunciar a la acción en el mundo, sino de permitir que sea iluminada, fecundada, guiada y sostenida por la Gracia de Cristo. El Amor del Señor convierte el valor temporal de las obras humanas en ofrenda agradable a Dios. La Alegría que proviene del Espíritu es fruto de esta unción: cuando el corazón humano se abre a la Gracia, sus obras cultivan un fruto que el mundo no puede dar ni quitar: la Perfecta alegría, la que no termina ni se consume en el mundo ni en la clausura de la propia vida.
María, Madre de Dios y Madre nuestra, es la llena de gracia. En ella se realiza la perfecta comunión entre lo humano y lo divino. Su "hágase en mi" inaugura un camino de docilidad total a la Gracia de Dios Padre que culmina en la Alegría de su canto en el Magnificat: "se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador". Su vida, aunque marcada por la Cruz, está envuelta por la Alegría pascual. María vive la Alegría del Espíritu desde su Concepción inmaculada hasta su Asunción.
San Pablo, por su parte, es el discípulo transformado por la Gracia de Cristo recibiendo una misión apostólica. Ambos son figuras de la humanidad reconciliada y fecundada por la Gracia. Uno desde el sí virginal, otro desde la entrega misionera. Ambos nos muestran que la Alegría cristiana, más que un sentimiento pasajero, es un fruto de la presencia del Espíritu Santo en el interior de un corazón dócil.
En el marco del Jubileo de la Encarnación, la Iglesia contempla el misterio por el cual el Verbo de Dios asumió nuestra carne. Este acontecimiento es la fuente de toda Gracia en la Nueva y eterna Alianza. La Encarnación inaugura un nuevo modo de ser humano: en Cristo, lo divino y lo humano no compiten ni se rechazan, sino que se abrazan. En Él, la acción humana alcanza su máxima dignidad: Dios trabaja con manos humanas, ama con corazón humano, sufre con carne humana.
Este Jubileo es un llamado a redescubrir el valor de la Gracia de Dios que actúa en lo cotidiano. Es una invitación a abrir nuestras casas como Abraham, a escuchar como María, a sufrir en Alegría como Pablo. Es una ocasión para dejar que la Gracia de Dios fecunde nuestras acciones, transforme nuestros corazones y nos conduzca a la Perfecta Alegría.
Que este tiempo de Gracia nos ayude a redescubrir que nuestra vida, unida a Cristo, es llamada a ser fecunda, santa y alegre. Que la Virgen María, Madre de la Divina Gracia, y San Pablo, testigo del Amor de Cristo, intercedan por nosotros para que también nosotros vivamos la Alegría del Espíritu Santo, fruto de una vida transformada por la Gracia divina.
"La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén siempre con todos ustedes" (2 Cor 13,13).