Conocer al Señor por sus gestos de Amor. La escena del Evangelio según san Lucas 9,18-24 se abre en un clima de intimidad y oración. Jesús se ha retirado a un lugar solitario con sus discípulos. No es un detalle menor: el encuentro más profundo con el Señor brota del silencio orante, donde la palabra se convierte en diálogo y la presencia se hace Revelación. Los apóstoles han ido conociendo a Jesús progresivamente. Lo han escuchado hablar con autoridad, lo han visto tocar a los leprosos, levantar a los paralíticos, perdonar pecados, alimentar a multitudes y llorar con los que lloran. A través de estos gestos, han percibido algo más que un maestro: poco a poco su corazón y su mente se han abierto a la posibilidad de que Jesús sea verdaderamente el Hijo de Dios.
Han llegando a ese conocimiento por la asistencia del Espíritu Santo y por la comprensión de su mente y corazón. Se trata de un conocimiento nacido de la vida misma con Cristo, un conocimiento existencial. Cada signo realizado por Jesús es un acto de Amor que revela el Corazón de Dios Padre. El conocimiento de Cristo no llega por la acumulación y procesamiento de datos o por la aplicación de algoritmos o de inteligencia artificial, sino por comunión con su vida, caminando con Él. A través de este camino, los discípulos comienzan a confesar, como Pedro, que Jesús es “el Mesías de Dios”.
Confesar al Mesías y abrazar su misterio pascual. Pedro proclama con valentía: “Tú eres el Mesías de Dios”. Sin embargo, apenas lo hace, Jesús revela el camino que tomará: el camino del sufrimiento, del rechazo, de la Cruz y de la Resurrección. Es un anuncio que desconcertó a los discípulos.
Reconocían la divinidad de Jesús por su palabra y testimonio, pensando tal vez que la máxima expresión de Jesús eran los milagros: los ciegos ven, los cojos andan... Pero el Señor los invitaba a considerar su Muerte y Resurrección, cuando experimentarán la gran profundidad y amplitud del Amor de Dios, más grande que sólo los milagros. Los apóstoles ya habían llegado al grado de reconocerlo como Hijo de Dios, pero no entendían la grandeza del Amor de Dios en el Misterio Pascual.
Los discípulos estaban impresionados por los milagros, pero todavía no comprendían un milagro más grande: que Dios ame hasta dar la vida. La Cruz de Cristo, que parecía un fracaso, se revelará como el trono del Amor invencible. Y solo la Resurrección permitirá a los discípulos entender que el Amor que perdona, se entrega y se dona sin medida es el verdadero Poder de Dios.
Nosotros también vamos conociendo a Cristo poco a poco. La experiencia de los apóstoles es también la nuestra. Vamos conociendo a Cristo progresivamente, a través de la historia, los sacramentos, la oración, la vida comunitaria. No siempre comprendemos sus caminos, especialmente cuando el sufrimiento o la incertidumbre oscurecen el horizonte. Pero el Señor camina con nosotros, como con los discípulos de Emaús, abriendo nuestra inteligencia a las Escrituras y nuestros corazones al fuego de su presencia.
La pregunta de Jesús –“Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” es existencial. Es la pregunta clave de la vida cristiana. La respuesta no se agota en una fórmula dogmática, sino que se actualiza en una relación viva con Él. Es de las preguntas que se responden con una experiencia, como un testimonio de algo que vivimos, se responde con una historia que, poco a poco, reconocemos como historia de Salvación.
Nuestra fe madura en la medida en que acogemos el Misterio pascual: que el Amor de Dios no se impone, sino que se ofrece, y que somos llamados a entregar nuestra vida por amor para encontraremos verdaderamente en el encuentro con Cristo y los hermanos.
El Señor nos acompaña de manera que comprendamos que el fundamento de La vida cristiana es el Amor de Dios, del cual participamos y poco a poco vamos comprendiendo más. Al revelar el Misterio pascual a sus discípulos, el Señor los invitaba a abrir su corazón a una experiencia cada vez más grande: la revelación más plena y profunda del Amor de Dios.
El fiel cristiano, al igual que muchos seres humanos, se pregunta por su futuro, pero el Señor responde con otra pregunta: ¿quién dices que soy yo? El futuro con esperanza depende de la fe en el Señor. La profecía del Misterio pascual se trata de la revelación plena del Amor de Dios, de tal manera que la pregunta por el futuro humano queda iluminada: en el futuro está la manifestación plena y profunda del Amor de Dios, de tal manera que al vida pasada y presente tiene un fundamento y el futuro una esperanza: el Amor de Dios.
Peregrinos de la esperanza hacia el Jubileo de la Encarnación. El Jubileo de la Encarnación nos invita a renovar nuestra identidad como peregrinos de la Esperanza. Celebrar que Dios se hizo carne es confesar que nuestra historia está habitada por el Amor de Dios. Muchos vivimos con miedo al futuro, sobre todo a causa del individualismo y por la pérdida de sentido, pero Cristo vuelve a preguntarnos: “¿Quién dices que soy yo?”. La esperanza cristiana no se fundamenta en las seguridades humanas, sino en la certeza de que Dios nos ama hasta el extremo, y que ese Amor ha vencido al pecado y a la muerte.
Caminar en el Jubileo es aceptar la invitación de Jesús: “Toma tu cruz cada día y sígueme”. No como un peso, sino como una forma de amor. Como una participación en su entrega redentora. Porque quien pierde su vida por Cristo la encuentra, la transforma, la redime. En este camino, no estamos solos. La Iglesia, madre y maestra, nos acompaña. La Palabra nos ilumina. Los sacramentos nos fortalecen. Y la mirada de Cristo nos restaura cada vez que caemos.
“¿Quién dices que soy yo?” Es una pregunta decisiva. En la respuesta a esta pregunta se juega nuestra identidad, nuestro presente y nuestro futuro. Y la respuesta no es solo una respuesta de conceptos, sino una vida entregada, una cruz abrazada, una esperanza cultivada. Como Iglesia que peregrina en el mundo, proclamamos con gozo y humildad que Cristo es el Mesías de Dios, el Hijo del Amor crucificado y resucitado. En Él ponemos nuestra esperanza.