La humildad de Dios en la Encarnación
Itinerario espiritual para el Jubileo de la Encarnación 2/12
La humildad de Dios en la Encarnación es una verdad teológica central en la fe cristiana. La carta a los Flp 2,6-11 propone un himno cristológico que expone el misterio de Cristo que, siendo Dios, se anonada a sí mismo para asumir la condición de siervo. Retomaremos, la carta a los Flp 2,5, San Pablo nos anima a buscar “los mismos sentimientos” de Cristo, lo cual nos permitirá comprender un camino de humildad cristiana para nuestra vida. San Bernardo de Claraval, en su reflexión sobre la carta a los Hebreos nos ayuda a realizar una reflexión sobre la humildad de Cristo y la humildad a la que nosotros estamos llamados. Una reflexión del Papa Benedicto XVI nos presentará la humildad cristiana como el servicio confiado a la Voluntad de Dios.
El anonadamiento del Hijo de Dios. El Himno Cristológico de Filipenses (2,6-11) es uno de los pasajes más profundos del Nuevo Testamento en relación con la Encarnación de Cristo. San Pablo escribe:
"El cual, siendo de condición divina, no consideró el ser igual a Dios como algo a lo que aferrarse, sino que se vació de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres. Y, encontrándose en la condición humana, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz."
Este texto expone la kénosis, el vaciamiento de Cristo, que no solo asume la naturaleza humana, sino que se somete, por obediencia, a la humillación extrema de la cruz. En el acto de anonadamiento se manifiesta la paradoja del Amor divino, pues el Todopoderoso elige el camino del servicio y el sacrificio antes que el dominio y la supremacía. El camino de la humildad y el servicio por el Amor, tomado por el Señor Jesús, contrasta fuertemente con el camino del poder que se instaura en los grupos humanos. En tiempos del Nacimiento de Cristo, el Emperador Romano era César Octavio Augusto, quien formó un culto para sí mismo que le permitiera conservar y aumentar su poder y riqueza. Reflexionemos un poco en este hecho histórico. Ofrezco una reflexión un poco más extensa en la Reflexión de Navidad 2024
César Augusto representa la máxima expresión del poder humano basado en la imposición y el dominio absoluto. Su gobierno consolidó el Imperio Romano con títulos divinizados, como "Augusto" y "Rey de reyes", adoptando símbolos y prácticas de control que reforzaban su imagen como mediador entre los dioses y los hombres. La Pax Romana, aunque presentada como un periodo de estabilidad, se sostenía sobre la explotación y el adoctrinamiento, mostrando un liderazgo centrado en la propia voluntad y la fuerza. En este contexto político y religioso, nace Jesús, el verdadero Rey, cuyo poder no se fundamenta en la violencia ni en la autosuficiencia, sino en la entrega y el amor. Su Encarnación no busca imponerse, sino acercarse a la humanidad con humildad, marcando una diferencia radical entre el reinado terrenal y el Reino de Dios.
El nacimiento de Cristo en Belén resalta el contraste entre el esplendor artificial del poder humano y la sencillez con la que Dios se revela. Mientras que Augusto construye su reinado sobre la autoexaltación, Cristo se hace pequeño, ofreciendo la salvación a quienes acogen su amor. Dios escoge lo humilde y lo sencillo para manifestar su gloria, llamando a los hombres a confiar en Él y vivir en la verdad. El pesebre es la cuna de la verdadera grandeza, donde la fuerza del amor divino brilla con más esplendor que cualquier trono imperial. Frente a un mundo que exalta el ego y la autosuficiencia, la Navidad nos recuerda que la auténtica dignidad y felicidad se encuentran en la pobreza de espíritu, en la obediencia amorosa y en la entrega generosa a Dios y al prójimo.
El Himno Cristológico nos invita a contemplar la relación entre la Humildad y la Gloria del Señor Jesús. Su descenso a la condición de siervo no es una renuncia a su divinidad, sino la manifestación plena de su ser. Como lo explicó San Agustín: "No disminuyó cuando se hizo hombre, sino que, permaneciendo Dios, asumió lo que no era sin perder lo que era" (Sermón 186,1). Humillarse, dejar las pretensiones de poder, riqueza y sensualismo y emprender un proyecto de vida basado en el Amor y el Servicio es una verdadera encarnación de la Voluntad de Dios.
Tener "los mismos sentimientos de Cristo" (Flp 2,5-7). San Pablo invita a los creyentes a imitar la humildad de Cristo: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo" (Flp 2,5). Este mandato paulino es más que una exhortación moral, implica una transformación radical de la mentalidad y del corazón, se trata de una verdadera metanoia, una conversión de nuestra manera de pensar, sentir, decidir y actuar.
Me llama la atención la traducción al castellano desde el original griego: phronew: pensamiento práctico. Se trata de la virtud de la prudencia (en griego phronesys), la cual consiste en saber decidir actuar conforme a la verdad y el bien en cada situación. La traducción que conocemos habla del sentir, pero podemos comprender de que se trata de algo más amplio. San Pablo nos exhorta a aprender a pensar, sentir, decidir y actuar con la prudencia iluminada por la fe, la esperanza y la caridad reveladas en Cristo. Se trata de un modo divino de vivir, expresado a través de la naturaleza humana, se trata de cómo el Señor cumple la Voluntad de su Padre y de cómo nosotros podemos buscar dicha Voluntad. Es un modo de vivir muy especial, renunciando a un proyecto de poder egoísta, centrado en uno mismo, por un proyecto de Salvación, el de Cristo Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, y su Reino.
Hemos escuchado el consejo espiritual de la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis: Pregúntate qué haría Cristo en tu situación. Es un esfuerzo por buscar la Voluntad de Dios en nuestra vida. El reino de los reyes de este mundo se dedican a cumplir su propia voluntad, dejando de lado la verdad, el bien y la justicia; este camino los lleva a dejar de lado la fe, la esperanza y la caridad, terminan por renunciar a Dios, aunque digan creer en Él. Pero el cristiano se esfuerza por discernir la Voluntad de Dios, para lo cual necesitamos su Gracia y la ayuda de un hermano que, en un diálogo santo, se preste al diálogo buscando las luces del Señor en nuestra vida.
San Juan Crisóstomo explica que la clave para vivir la humildad de Cristo es la disponibilidad para el sacrificio: "No hay nada más poderoso que la humildad para derrotar al orgullo del mundo" (Homilías sobre Filipenses, 7). La configuración con Cristo se logra a través de la vida de oración, la participación en la Eucaristía y el servicio a los demás. El orgullo se centra en las propias capacidades y éxitos sin considerar las causas profundas de cada pequeño paso para ser mejores desde la verdad y la justicia. A los soberbios les gusta que los adulen y feliciten en privado y en público, más allá de todo honor justo. El honor se trata del justo y sincero reconocimiento de los méritos de una persona virtuosa realizado por la comunidad, movido por el agradecimiento y la inspiración a todo el pueblo. Pero la soberbia y el orgullo se tratan del vicio de la persona que busca el reconocimiento como un culto y un acto de poder y dominación.
San Bernardo de Claraval y la humildad de Cristo. En su obra Los grados de la humildad y la soberbia, San Bernardo describe la humildad como el camino que Cristo eligió para redimir a la humanidad. En su comentario a la Carta a los Hebreos, apunta que Cristo es el Sumo Sacerdote que se compadece de nuestra debilidad porque la ha experimentado (Hb 4,15). "El Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros, no para ser servido sino para servir y dar su vida en rescate por muchos" (Los grados de la humildad y la soberbia, 112).
San Bernardo reflexiona sobre los versículos: “Él, en los días de su vida mortal, presentó con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado en atención a su obediencia; aunque era hijo, en el sufrimiento aprendió a obedecer, así alcanzó la perfección y se convirtió para todos aquellos que le obedecen en principio de salvación eterna…” (Hb 5,7-9)
El santo se pregunta porqué Cristo, siendo el Hijo de Dios, quiso asumir el sufrimiento humano para hacer la Voluntad de Dios. En su Vida divina, la segunda persona de la Santísima Trinidad, vivía unido al Padre y al Espíritu Santo, participando de su Amor y Verdad en plenitud divina. Al asumir la naturaleza humana, asumió las dificultades que tenemos los seres humanos para aprender a obedecer la Voluntad del Padre. Ese aprendizaje divino y humano es el que muestra la capacidad de tratar al ser humano con Misericordia. El “humus” de Dios es divino y humano, su humildad es la obediencia divina y humana a la Voluntad de Dios Padre y su comprensión y misericordia para con los seres humanos.
Desde estas consideraciones, para San Bernardo, la humildad en los hombres es un proceso gradual que comienza con el reconocimiento de la propia condición, pasa por la búsqueda y aceptación de la Voluntad divina y culmina en la oblación total a Él. Cada cristiano está llamado a seguir este itinerario para configurarse con Cristo, quien nos muestra que el camino a la verdadera exaltación pasa por la entrega generosa y el sacrificio. En esto consiste la salvación cristiana: en aprender a obedecer a Dios Padre, lo cual implica clamor y lágrimas.
Deus Caritas est. La humildad, como virtud cristiana, es fruto de la Encarnación de Cristo. Es fruto de la fe como un don divino, la esperanza como un ancla y la caridad como camino de búsqueda y cumplimiento de la Voluntad de Dios. Retomemos un párrafo escrito por Benedicto XVI, Deus Caritas est. En él, el Papa habla de la humildad del creyente como una virtud de entrega y confianza.
35. Éste es un modo de servir que hace humilde al que sirve. No adopta una posición de superioridad ante el otro, por miserable que sea momentáneamente su situación. Cristo ocupó el último puesto en el mundo —la cruz—, y precisamente con esta humildad radical nos ha redimido y nos ayuda constantemente. Quien es capaz de ayudar reconoce que, precisamente de este modo, también él es ayudado; el poder ayudar no es mérito suyo ni motivo de orgullo. Esto es gracia. Cuanto más se esfuerza uno por los demás, mejor comprenderá y hará suya la palabra de Cristo: « Somos unos pobres siervos » (Lc 17,10). En efecto, reconoce que no actúa fundándose en una superioridad o mayor capacidad personal, sino porque el Señor le concede este don. A veces, el exceso de necesidades y lo limitado de sus propias actuaciones le harán sentir la tentación del desaliento. Pero, precisamente entonces, le aliviará saber que, en definitiva, él no es más que un instrumento en manos del Señor; se liberará así de la presunción de tener que mejorar el mundo —algo siempre necesario— en primera persona y por sí solo. Hará con humildad lo que le es posible y, con humildad, confiará el resto al Señor. Quien gobierna el mundo es Dios, no nosotros. Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podemos y hasta que Él nos dé fuerzas. Sin embargo, hacer todo lo que está en nuestras manos con las capacidades que tenemos, es la tarea que mantiene siempre activo al siervo bueno de Jesucristo: « Nos apremia el amor de Cristo » (2 Co 5, 14).
El creyente lleva esperanza cuando sirve desde sus propios recursos inspirado por Cristo. Con la confianza de que el Espíritu Santo actúa potenciando la naturaleza humana en la verdad, el bien, la justicia, la fe, la esperanza y la caridad, sin pretensiones de grandeza ni presentándose como el salvador del mundo y de sus hermanos, sino sólo como humilde servidor en la viña del Señor.
La humildad de Dios en la Encarnación es el modelo definitivo para un proyecto de vida cristiana. Cristo, al anonadarse, nos revela el camino hacia la plenitud.