Había una vez un pequeño pueblo en medio del desierto. El pueblo se llamaba Capomo, donde el sol golpeaba cada día y la gente era fuerte, aunque, en ocasiones, el viento seco parecía barrer todos los sueños de sus habitantes.
La vida en Capomo no era fácil, había que aprender a cuidar el agua y aprovechar cada pequeño recurso que el desierto proveía. Todos los días había que ir al pozo de agua para acarrearla con tinas. Todos tenían que aprender a construir espacios frescos para vivir, a cuidar los alimentos y la sal y a saber caminar bajo el sol. La gente trabajaba desde temprano, antes de que saliera el sol, para aprovechar el frescor de la mañana.
En Capomo vivían muchos niños. Ellos jugaban por las tardes, cuando el sol ya se ponía en el horizonte y sus rayos eran más benévolos con todos. Algunos niños pensaban que la vida era pesada por el calor y la sequía.
En aquel pueblo vivía un niño de 11 años llamado Ramón. Su casa era sencilla, pero limpia y su habitación ordenada. Sus días transcurrían entre la escuela, ayudar a su familia en las cosas de la casa y en servir como monaguillo en la capilla del pueblo.
Su papá había tráido de la ciudad varios metros de tela roja y otro tanto de tela blanca. Las mamás se pusieron de acuerdo para confeccionar las túnicas y las cotas de los monaguillos, por que se acercaba la fiesta patronal y querían que todo estuviera listo para estrenarlas ese día.
A Ramón le gustaba mucho estar en la misa. Había pedido que a él le tocara siempre encender las velas del altar y de la procesión, por que, cuando las encendía, sentía que algo dentro de él también se encendía, como un rayo de luz que lo hacía sonreír y le daba mucha vida. Le gustaba convivir y jugar con sus compañeras y compañeros monaguillos. A todos les gustaba aprender muchas cosas y hacer cosas buenas juntos.
A Ramón también le gustaban mucho las flores, por sus formas aromas y colores. No había muchas flores en el pueblo, porque era caro traerlas de lejos. Pero, cuando había fiesta en la Iglesia, las personas se cooperaban para que el templo y el altar estuvieran bellamente adornados por la flores, que emocionaban a todos por sus colores. Cuando veía una flor, quedaba maravillado por su belleza y sentía algo muy parecido al encender una vela. Los colores de las flores encendían algo dentro de él.
Un día, se dirigía a uno de los ensayos de la ceremonia de la fiesta patronal. Mientras caminaba hacia el templo, sucedió algo que lo intrigó en su corazón. Al pasar frente a una antigua pared, vio algo que brillaba entre las piedras. Era algo que refulgía con un resplandor dorado. Pensó que era una medalla o una moneda. Se acercó. Al fijar su mirada y enfocar aquél punto brillante, descubrió que era una semilla pequeñita, finamente lisa, redonda y dorada, con una belleza como si hubiera caído del cielo. Pensaba:
-Nunca había visto una semilla así, ésta es nueva. No hay semillas de éstas en esta región. Aquí hay capomos, pero su semilla es grande y café. ¿Dé qué será?¿cuál fruto dará?
La recogió, la guardó en su mochila y se la llevó al templo y luego a su casa. Lleno de emoción y movido por la intriga, corrió a buscar a su abuela, para mostrarle la semilla. Su abuela, una mujer sabia y creyente, se quedó viendo la semilla, examinándola con atención. Estaba en silencio. Ramón esperaba que dijera algo. La señora trataba de enfocarla porque era brillante, pero pequeña. Se levantó para buscar sus lentes. En cierto momento, hizo un gesto de admiración.
— ¡Oooohh! Esta, hijo, —dijo la abuelita— es una semilla de flor del desierto. Nuestros abuelos nos enseñaban que estas semillas eran un regalo de Dios. Él envía a sus ángeles para dejarlas en el camino de personas a las que quiere pedirles algo especial.
Estas semillas, cuando se convierten en flor, hacen que los niños tengan sueños y los ancianos esperanza. Por ello, cuando quiere que el pueblo tenga sueños grandes, motivantes y bellos, le pide a alguien que cultive la semilla de la flor del desierto, para que crezca una planta grande y cuando dé sus flores, quienes las contemplen, tendrán sueños grandes y bellos y la esperanza rebrotará en sus corazones.
Pero, cuidado. Sólo florece si se cuida con mucha fe, mucho amor y mucha paciencia. Muchos que la reciben, la han plantado… pero no tuvieron la paciencia suficiente y se cansaron antes de ver el milagro. Si Dios te la envió, a lo mejor tu puedes aceptar la misión.-
Al inicio, Ramón se sintió maravillado de que Dios le hubiera enviado un ángel para dejar la semilla en el camino. Pero luego se sintió con miedo, porque no sabía si podría completar la misión. Necesitaría mucho amor, mucha paciencia, mucha fe, pero también mucha disciplina. Su abuela lo abrazó y le dijo al oído:
-Si quieres aceptar la misión de Dios, yo estaré contigo, yo te ayudo.
Ramón se sintió muy fuerte por las palabras de su abuelita. Después de una misa, decidió aceptar su misión. Había guardado la semilla en una pequeña cajita color plata que traía en la bolsa de su pantalón. Salió corriendo del templo y buscó una maceta para plantarla, y ponerla cerca de la ventana de su cuarto para poder cuidarla y ponerle atención. Y desde ese día, cada mañana y cada tarde, la regaba, atendía y rezaba ante ella.
¿Alguna vez han sentido algo en su corazón que les hace soñar con hacer algo lindo por Jesús? ¿Qué sería eso? ¿cantarle? ¿ayudar en misa? ¿cuidar a alguien?¿ayudar a alguien a aprender cosas nuevas?…
Pasaron los días… semanas… ¡meses! Y nada brotaba. Algunos vecinos, que veían a Ramón regar la maceta todos los días, comenzaron a burlarse. Pensaban que el niño se había vuelto loco. Algunos muchachos le gritaban:
—¿Todavía crees que eso crecerá? Aquí nada florece. Es solo tierra seca…
Ramón sentía tristeza, pero tenía su fe firme y no dejaba de cuidar su semilla. Su abuelita lo animaba. Todos los días, al despertar por la mañana y al regresar de la escuela al mediodía, corría a ver la maceta, esperando ver ya un brote. Pensaba en Jesús, que también fue niño, recordaba su misión de Amor en el mundo, y se decía: “Él no se rindió”.
¿Les ha pasado que hacen algo bueno y otros no lo notan o se ríen de ti? ¿Cómo se sintieron? ¿Qué les ayuda a seguir adelante?”
Una tarde, le tocó ayudar en misa. La lectura fue de Samuel, un joven que ayudaba al sacerdote Elí y Dios le hablaba diciendo: Samuel. El sacerdote le enseñó que cuando escuchara que Dios le hablaba, él respondiera: ¡Aquí estoy! El Padre, en su homilía, habló sobre la vocación, esa llamada especial que Dios hace a cada uno. Ramón regresó a casa y corrió hacia la ventana para ver la maceta, porque sabía que la semilla venía de Dios. Al acercarse ¡vio algo increíble!
Un brote verde, pequeño pero firme, había nacido. En los días siguientes, la flor creció con pétalos suaves como alas de ángel, de un color rojo brillante, con una intensidad que apuntaba hacia el cielo ¡Había florecido en pleno desierto! La mamá de Ramón les comentó a las vecinas, que inmediatamente fueron a ver y se quedaban maravilladas por el color fulgurante del rojo intenso de la bella flor.
Las personas del pueblo comenzaron a ir a la casa de Ramón. Todos querían ver la flor del desierto. Algunas personas mayores se emocionaban. Otros, que habían perdido la fe y no creían que en esa tierra seca pudiera cultivarse una flor tan bella, se sentaban a ver la flor y la gente. Otros buscaban a Ramón para felicitarlo.
Un anciano del pueblo, muy emocionado le dijo con lágrimas:
—Ramón, tu flor nos recordó que Dios puede hacer brotar la vida, incluso en medio de lo seco y del desierto. Gracias por no rendirte.
Ramón estaba muy contento y se emocionaba al ver cómo la gente contemplaba la flor. Reconoció que aquella pequeña semilla era un llamado de Dios, como cuando le habló al profeta Samuel. Desde entonces, Ramón entendió que su vocación no era solo servir en misa, sino hacer florecer la esperanza donde parecía no haber vida.
Si Dios hiciera florecer una vocación en tu corazón, ¿qué tipo de flor sería? ¿A quiénes te gustaría ayudar con ella? ¿una flor que consuela, una flor que da alegría, una flor que protege a los demás, una flor que enseña cosas nuevas, una flor que ayude a las personas a estar con Jesús?...
Queridos monaguillos,
cada uno de ustedes tiene una semilla de vocación en el corazón. Puede ser que aún no vean nada… pero si la cuidan con oración y amor, un día florecerá. Y esa flor será un regalo para muchos.
Jesús está con ustedes. Él también, para cumplir su misión, nos enseñó a servir en cosas pequeñas para luego servir en las grandes. Él quiere que todos ustedes florezcan y sus flores den bellos frutos de servicio y amor.