La Encarnación de Cristo como Amor Misericordioso del Padre
Domingo de la Misericordia 2025
El Misterio Pascual y la Encarnación de Cristo. La Encarnación del Verbo Eterno es una Epifanía del Amor Misericordioso del Padre que, viendo la miseria del hombre, no lo abandona a la perdición en sus vicios y pecados, sino que se abaja hasta asumir su condición para salvarlo desde dentro.
Este Misterio alcanza su plenitud en el acontecimiento pascual, donde el sacrificio de Cristo en la Cruz y su Resurrección gloriosa es la consumación del designio de Amor iniciado en el Seno Amoroso de la Santísima Trinidad y manifestado milagrosamente en la Encarnación de Nuestro Señor Jesucristo. La Cruz no es un accidente en la vida del Señor, sino el destino del Amor divino por el ser humano, pues en ella se revela la calidad y la inconmensurabilidad del Amor de Dios: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13,1). La Pascua es el la culmen de la Encarnación: el Hijo de Dios hecho hombre entrega su Vida en Obediencia amorosa al Padre y en Misericordia salvadora y redentora hacia los hombres.
Este Año del Jubileo de la Encarnación 2025 nos invita a contemplar y celebrar con gratitud renovada, este acto supremo de Amor misericordioso. La celebración jubilar es una experiencia de fe, un acontecimiento espiritual que actualiza y fortalece nuestra fe en el Misterio: Dios sigue viniendo a nuestro encuentro, sigue encarnándose de modo sacramental en la Iglesia, especialmente en el encuentro con los más pobres y sufrientes. La condición humana se vive entre fortalezas y debilidades, en ambos momentos requiere la Gracia y Misericordia de Dios.
Contemplar la Encarnación desde la Pascua nos ayuda a reconocer que el pesebre de Belén está orientado hacia el Calvario y, desde el Calvario, al sepulcro vacío, donde se manifestó la Gloria de la Resurrección de aquél Niño Dios, que con tanta ternura llegó a nuestro camino humano, iluminando nuestra vida con luz de la humildad de la gruta, la luz de la humillación de la Cruz y la Luz Gloriosa de su Resurreción. Cristo Jesús, Verbo encarnado, ha abrazado toda la condición humana, salvándola, redimiéndola y llevándola desde la muerte hacia la Vida eterna.
Este jubileo nos llama a actualizar nuestra confianza en la Verdad fundamental de nuestra fe: somos amados incondicionalmente, hasta el punto de que el propio Dios ha querido hacerse uno de nosotros para salvarnos no desde fuera, sino desde dentro de nuestra historia vulnerada por el pecado y sus consecuencias y por la muerte. Reconocerlo y llevarlo a la propia consciencia, suscita en nosotros una gran admiración. Somos invitados a pasar de la maravilla, a la conversión: acoger la Encarnación de Cristo en toda nuesta persona y entrar en la lógica del Amor misericordioso que salva, que se dona, que se abaja para redimir, sanar, fortalecer y elevar.
“No seas incrédulo, cree.” (Jn 20,24-29). El momento del encuentro de Tomás ante el Resucitado nos permite reconocer un rasgo luminoso de la Pedagogía misericordiosa de Dios. Tomás, en quien podemos reconocernos con todos nuestros racionalismos, justificaciones e incredulidades no es rechazado ni expulsado ni humillado ni hecho a un lado, sino invitado a entrar en la fe a través de la experiencia de la Misericordia, delante del mismo Señor Resucitado. Jesús no reclama ni recrimina su duda, sino que le ofrece su Presencia viva y sus llagas, signos de su Amor herido por todos, como evidencia viva de la Verdad de su Resurrección.
La frase imperativa de Cristo: “No seas incrédulo, sino cree.” resuena como una llamada a todos los hombres de todos los tiempos: la fe cristiana no nace de la imposición, ni de la elocuencia humana, ni de una ideología ni de las armas, del poder ni del dinero ni de la fama y el reconocimiento, mucho menos de la complicidad en el mal, sino del encuentro con Cristo Vivo, Muerto y Resucitado, del Amor misericordioso de Dios. La duda es vencida no por la lógica de la evidencia ni por el racionalismo ni el idealismo ni el relativismo ni el subjetivismo ni el cientificismo ni del integrismo ecológico, sino por la lógica del Amor, por la Verdad en la Caridad, por la Misericordia en la Verdad.
Santo Tomás de Aquino enseña que la fe es un acto del entendimiento movido por la voluntad bajo el influjo de la Gracia divina (S.Th., II-II, q.2, a.9). Y esta Gracia se manifiesta, sobre todo, en la Misericordia que se muestra en la carne herida del Resucitado. Es el Rostro de Cristo sufriente y glorioso el que llama a la fe, no como una adhesión intelectual, sino como un acto de confianza y abandono en el Amor que ha vencido al pecado y a la muerte.
Hoy, como entonces, muchos piden pruebas, signos, certezas palpables para creer. Pero el signo definitivo ha sido dado: es Cristo Crucificado y Resucitado. No habrá otra señal. Somos llamados a llevar esta Buena Noticia a todos los seres humanos y dejar que su Luz ilumine las mentes y los corazones. ¡Cristo está Vivo! ¡Cristo ha resucitado!¡Verdaderamente ha resucitado!.
En este tiempo pascual y jubilar, la Iglesia está llamada a proclamar con renovada y fortalecida convicción que la Misericordia de Dios es el gran motivo de credibilidad para el hombre moderno. No son las luchas y debates estériles, como espectáculos circenses, ni los diálogos sin búsqueda ni fundamento, ni los argumentos apologéticos sofisticados, sino el testimonio vivo de la Misericordia es quien toca el corazón, ilumina la mente y lleva a la conversión. Como decía Edith Stein, “quien ha encontrado a Cristo, encuentra el sentido último de la existencia y el bálsamo para todas sus heridas” (La Ciencia de la Cruz, II, 2).
La Misericordia: Amor presente en el dolor humano. La Misericordia es tanto motivo de conversión personal, como también impulso misionero. El Amor misericordioso del Padre manifestado en Cristo nos empuja a salir al encuentro de los que sufren, de los heridos de la vida, de los que caminan en soledad, duda o desesperanza.
San Gregorio Magno decía que “la misericordia es la madre de la misión” (Homilía sobre los Evangelios, 20). El cristiano es enviado no como un conquistador que con sus gritos y fortalezas humanas llega para que todos se rindan ante él y le entregue su tributo y pleitesía. El misionero cristiano es como un samaritano que se acerca al herido, que se detiene, que se compadece y actúa con la Misericordia del Señor Jesús.
En medio de la vida social, que muchas veces se vive como “un hospital en campaña”, la presteza cristiana a hacerse presente donde pesa el dolor humano es más urgente que nunca. En medio la vida individualista, indiferente y en medio de la fragmentación, los silencios y las distancias sociales, la caridad cristiana debe aparecer como signo vivo de la Misericordia divina. No se trata de filantropía anestesiante ni de un movimiento asistencialista humanitario, que se abandona ante la primera dificultad, sino de caritas, es decir, del amor que tiene su fuente en Dios y que, por tanto, lleva en sí mismo la fuerza del kerygma.
Cada gesto de misericordia auténtica es anuncio del Evangelio. Recordamos las palabras de San Francisco de Asís: “Predica el Evangelio en todo momento; si es necesario, usa palabras”. El testimonio silencioso, pero elocuente, de la caridad abre el corazón de los hombres a la pregunta fundamental: ¿de dónde nace este amor gratuito?
La Iglesia es misionera por envío de su Fundador, y su misión se actualiza concretamente en la diaconía de la Misericordia, siendo peregrinos de la Esperanza y servidores de la Misericordia. Allí donde hay un enfermo, un pobre, un refugiado, un abandonado, un encarcelado, el cristiano está llamado a ser presencia de Cristo, a ser, en sus palabras y en sus gestos, encarnación del Amor del Padre. La misión de la Misericordia se convierte en verdadera evangelización: no se trata de estrategias de persuasión proselitista, sino de hacer visible, tangible, cercano y creíble el Amor de Dios a través de una vida entregada al servicio de los hermanos.
Llamado del Papa Francisco a la Misericordia. En esta semana de luto por el pascua del Papa Francisco, resuena con fuerza el eco de su constante llamado a la Misericordia. Desde su primera encíclica, Evangelii Gaudium, y la bula Misericordiae Vultus, con la que inauguró el Jubileo de la Misericordia en 2015, el Papa Francisco nos ha recordado que “el nombre de Dios es Misericordia”.
Su insistencia en una “Iglesia en salida”, en una “Iglesia hospital de campaña”, su apertura hacia los alejados, los heridos, los descartados, ha sido testimonio vivo de que la Misericordia no es un aspecto accidental de la fe cristiana, sino su centro vital. El Papa Francisco mostró una clara conciencia de que la credibilidad de la Iglesia en el siglo XXI depende de su capacidad de ser signo y sacramento de la Misericordia del Padre. Como escribió en Misericordiae Vultus: “La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio.” (MV, 12).
Hoy, al llorar su partida, recordamos que su vida y su pontificado fueron un kerygma viviente de la Misericordia divina: un anuncio para creyentes y no creyentes, un clamor a las periferias existenciales, un abrazo tendido a todo hombre y mujer que, en el fondo de su ser, anhela ser amado y sanado.
Que este Jubileo de la Encarnación y este tiempo de duelo por el Papa Francisco nos encuentren acogiendo de nuevo la Ternura de Dios hecha carne en Cristo, nuestro Salvador y Redenttor, y nos impulsen a ser testigos creíbles de la Misericordia de Dios en el mundo.