La multitud se congregaba ansiosa. Desde lejos habían escuchado de aquel hombre que sanaba enfermos, que hablaba con autoridad y que acogía a todos sin distinción. Lo habían seguido con la esperanza de escuchar una palabra que iluminara su vida, su existencia. Tal vez, muchos esperaban que Jesús hablara desde lo alto, como Moisés en el Sinaí, como los profetas que recibían revelaciones en la cima de la montaña. Pero, inesperadamente, Jesús no subió, sino que bajó. "Jesús bajó con ellos y se detuvo en un llano" (Lucas 6,17). Este sencillo detalle encierra un misterio profundo: el Amor de Dios que se inclina hacia la humanidad.
Jesús, el Verbo hecho carne, no se quedó en la Gloria celestial, en la Morada de Dios, de mil habitaciones. Quiso salir y derramar su Amor. Su Encarnación es el mayor acto de descenso de la historia: Dios que se encarna y se hace uno de nosotros. Al decidir hablar en el llano, nos hace pensar en que su Amor es cercano, se puede tocar y es accesible a todos. Su mensaje no es exclusivo para privilegiados, poderosos o para los que pueden ascender espiritualmente por mérito propio, sino para todos, especialmente los pequeños, los pobres y los necesitados, los que necesitan ayuda y una ayuda muy especial, la de Dios.
La Sagrada Escritura nos habla de montañas como lugares de revelación. Moisés recibe la Ley en el Sinaí, Elías escucha la voz de Dios en el Horeb; el mismo Señor Jesús se transfigura en el monte Tabor. La montaña simboliza la grandeza de Dios, su sacralidad, la distancia entre lo divino y lo humano. Sin embargo, en Lucas 6, Jesús elige un lugar diferente: el llano. Hablar en la montaña implica una enseñanza desde la autoridad divina, desde una posición que hace ver la distinción entre lo divino y lo humano y terrenal. Pero hablar en el llano es diferente. Es un gesto de comunión. En el llano, Jesús no solo enseña, sino que comparte la vida con los que lo escuchan. Revela su Amor no como un amor distante, sino un amor que se inclina, que se hace cercano y que camina con la humanidad.
El llano es el lugar donde todos están en igualdad de condiciones. No hay jerarquías naturales, no hay posiciones de privilegio. Al bajar al llano, Jesús nos muestra que el Amor de Dios no conoce barreras no se guía por las distinciones humanas. Su enseñanza es para todos, su palabra resuena para los humildes y para los sabios por igual. En ese momento, en la llanura, su mirada cambia. No es una mirada desde la cima, inclinada ni vertical, sino una mirada a los ojos de los suyos, horizontal. No habla "hacia" ellos desde arriba, sino "con" ellos y como uno de ellos. Este detalle nos revela que su Amor no es un amor que exige que nos elevemos a su nivel, sino un Amor que se rebaja para encontrarnos.
El amor de Cristo se revela en pequeños gestos: la cercanía, la mirada, la voz que resuena en el corazón. Al hablar en el llano, el Señor enseña y transforma la realidad de quienes lo escuchan. La Encarnación es una verdad teológica, pero fundamentalmente una realidad viva: Dios entre nosotros, Dios con nosotros.
El gesto de Jesús nos desafía como Iglesia. No podemos quedarnos en la seguridad de nuestras estructuras, en la altura de nuestras certezas. Estamos llamados a bajar al llano, a encontrarnos con los que sufren, con los que buscan, con los que necesitan escuchar una palabra de esperanza. Cada cristiano es invitado a imitar a Jesús en su gesto de descender. En nuestras relaciones, en nuestro servicio, en nuestra vida de fe, estamos llamados a ser cercanos, a mirar a los ojos, a compartir la vida en el llano de la existencia.
Jesús baja al llano, su Amor no se impone desde lo alto, se ofrece desde la cercanía. Su enseñanza no es solo para los fuertes, sino para todos los que buscan sentido, para los pobres de espíritu, para los que anhelan justicia y paz.
En este Jubileo de la Encarnación, estamos llamados a redescubrir este gesto de Jesús y hacerlo vida. Dios no nos espera en las alturas inaccesibles, sino que nos encuentra en el llano de nuestra historia. Y desde allí, con Amor, nos eleva hacia Él.