Hoy, 20 de mayo, la Iglesia, y todo el mundo cristiano, recuerda un acontecimiento fundamental en la historia de la fe: hace exactamente 1700 años, en el año 325 d.C., dio inicio el primer concilio ecuménico, en la ciudad de Nicea en Bitinia (actual İznik, Turquía). Este encuentro es recordado especialmente por haber dado forma al Credo, como expresión y confesión profunda y compartida de la fe cristiana en el Dios Uno y Trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en la salvación realizada en Jesucristo, Nuestro Señor.
Este Credo fue completado por el Concilio de Constantinopla, en el año 381, y se convirtió en una expresión de la identidad cristiana para todos los que profesan la fe en la Iglesia. Por su importancia teológica y pastoral, la Comisión Teológica Internacional ha querido conmemorar este aniversario con un documento extenso y reflexivo para hacer memoria de aquel momento histórico y para subrayar el valor siempre actual del Credo como fuente de unidad y misión. Recomiendo su lectura: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador.
La conmemoración de este aniversario adquiere un matiz especial, dentro del Jubileo de la Encarnación que celebra la Iglesia. Este es, por tanto, un tiempo propicio para redescubrir el poder evangelizador del Credo y proyectarlo como luz viva para el camino de la Iglesia en medio de un mundo en transformación.
En un momento de tensión por las diferentes interpretaciones de la fe, las problemáticas sociales y políticas, los obispos reunidos discernieron y proclamaron las verdades fundamentales sobre la identidad de Jesucristo para favorecer la unidad de la fe.
Defensa de la divinidad de Cristo. El Concilio de Nicea se desarrolló en un contexto de fuerte tensión doctrinal provocado por la predicación de Arrio, un presbítero de Alejandría, Egipto, que afirmaba que el Hijo de Dios era una criatura, la primera y más perfecta de todas, pero no eterno ni consustancial al Padre. Su expresión era: "hubo un tiempo en que el Hijo no existía". Esta afirmación generó división entre los miembros de la Iglesia, pues unos reclamaban que este pensamiento proponía la divinidad de Cristo subordinada a la del Padre y, de esta manera, negaba la igualdad esencial entre el Padre y el Hijo.
La respuesta del Concilio fue contundente: el Hijo es "engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre" (homoousios tou Patros). Esta expresión no se encuentra literalmente en las Sagradas Escrituras, pero fue propuesta y adoptada por la claridad filosófica y teológica que aportaba a la situación. Al declarar al Hijo como consubstancial al Padre, la Iglesia afirmaba su plena divinidad y la eternidad de su Ser.
Esta definición dogmática no se trata de una teoría o una propuesta meramente intelectual, sino de una expresión de la fe vivida por las comunidades cristianas. La salvación cristiana presupone que quien nos redime es verdadero Dios y verdadero hombre. Solo si el Hijo es Dios, puede redimirnos de manera plena. La Encarnación perdería todo su sentido si Cristo fuera simplemente una criatura y la Redención no hubiera sido posible. Habiendo aclarado que Cristo es Dios, se pueden proponer y aceptar las otras afirmaciones de la fe: la Santísima Trinidad, la divinización del hombre por el bautismo, la asistencia de la Gracia de Dios y la eficacia de los sacramentos, así como la misión de la Iglesia.
Unidad de la fe en la Iglesia universal. El Concilio de Nicea fue el primero de los concilios ecuménicos. Los concilios ecuménicos son aquellos en los que se reúnen los obispos de toda la Iglesia, tanto de oriente como de occidente, bajo la guía del Espíritu Santo. Podemos reconocer la inspiración de la Tradición apostólica en el llamado concilio de Jerusalén, como un discernimiento comunitario a la Luz del Espíritu Santo (Hch 15). Los concilios son encuentros que responden a crisis en la Iglesia, pero sus frutos van mucho más allá, como encuentros de fe y de búsqueda de la Verdad y de la Voluntad de Dios.
En aquél tiempo, existían varias de interpretaciones dentro de la misma fe cristiana acerca de la divinidad de Cristo, por ello era necesario un discernimiento común. El Concilio manifestó una postura clara: la fe no es una opinión subjetiva ni una interpretación libre de las Escrituras. La fe de la Iglesia es un don de una Verdad revelada, vivida y transmitida en la comunidad. No se trata de negar o menospreciar las culturas o maneras de pensar o expresar la fe, sino de buscar juntos la unidad de la fe siempre abiertos a la guía del Espíritu Santo. En nuestros días, la unidad doctrinal está garantizada por la Tradición apostólica y sigue siendo un testimonio de fidelidad a Cristo y una fortaleza frente a las divisiones que siempre amenazan la comunión eclesial, tomando en cuenta también el contexto pluralista y relativista de nuestra época.
El Credo como profesión de fe común. Una de los frutos más grandes del Concilio de Nicea fue la formulación del Symbolum fidei, el Credo Niceno. Se trata de la Profesión de la fe que en adelante se recitará en la liturgia, uniendo a todos los cristianos en una misma voz y en una misma verdad. El Credo profesa la fe en torno a la Trinidad y a la historia de la salvación, declarando con énfasis que Cristo es el Hijo Dios: "Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero". Esta afirmación es un acto de adoración y una proclamación de la fe de la Iglesia. Se trata de la confesión de una fe viva unida al corazón del Evangelio. El Credo se convirtió en una luz espiritual que orientaba y daba estabilidad y claridad a los creyentes en tiempos de confusión.
Después del Concilio de Nicea, el Credo fue difundido las comunidades para se proclamado en las liturgias dominicales y en los ritos bautismales, integrándose poco a poco en la vida cotidiana de las comunidades cristianas. En oriente y occidente se proclamaba, invitando a los fieles a memorizarlo y a meditar en él, abriendo el corazón y dejando que el Espíritu Santo renueve el alma cristiana cada vez que sea proclamado con solemnidad. El Credo creaba un lazo de unidad entre los creyentes de todas las culturas y, poco a poco, se consolidaba la identidad católica y apostólica de la Iglesia.
La proclamación del Credo generaba un fruto profundo de fortaleza interior y comunión eclesial. En tiempos de persecución, división o confusión doctrinal, el Credo servía como punto de referencia seguro: quien lo profesaba, compartía la misma fe que los Apóstoles y los mártires. La proclamación del Credo es un acto de confianza total en Dios, una resistencia frente al error, la expresión de la búsqueda de la Verdad y la Voluntad de Dios, así como un vínculo con la Iglesia universal. El Credo unía a los creyentes dispuestos a vivir la fe, a defenderla, e incluso a morir por la Verdad que proclama y vive. Cada vez que la Iglesia proclama el Credo, hace memoria del don de la fe recibida, discernida y definida en la historia. El Credo es norma de fe (regula fidei) y criterio de comunión.
El Concilio de Nicea y el Jubileo de la Encarnación. El Jubileo de la Encarnación, convocado por el Papa Francisco para conmemorar los 2000 años del Misterio del Verbo hecho carne, tiene una relación profunda con el Concilio de Nicea. Nicea afirma con claridad la realidad de que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es precisamente la verdad que celebra el Jubileo de la Encarnación: el Dios eterno ha entrado en la historia humana, ha asumido nuestra carne, ha compartido nuestras lágrimas, y nos ha redimido desde dentro de nuestra vida, una vida creada y donada por Él y también salvada y redimida por Él. El Concilio y el Jubileo proclaman la realidad de que Dios no se queda en la lejanía, sino que en Jesús de Nazaret se ha hecho Emmanuel, "Dios con nosotros".
La celebración del Jubileo de la Encarnación implica confesar con gozo, esperanza lo que Nicea proclamó con fortaleza y arrojo: que Jesucristo es la imagen visible del Dios invisible, y que nuestra salvación tiene rostro, voz y carne humanas. El Jubileo nos invita a volver a Nicea para volver al corazón de la fe, para reafirmar que la Verdad no cambia con las modas ni es acomodaticia, porque está fundada en el Hijo de Dios hecho hombre.
El Concilio de Nicea y el Jubileo de la Encarnación son el envío a anunciar, vivir y defender la fe en Cristo, Dios verdadero y hombre verdadero. El Jubileo de la Encarnación es una ocasión privilegiada para renovar la identidad cristiana, testimoniar la alegría del Evangelio, y confesar la fe nicena con una vida que de testimonio de ella. Hoy como ayer, la Iglesia necesita arrojo, claridad y Caridad para proclamar al mundo que "por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre".
Hoy, 20 de mayo de 2025, celebramos que hace 1700 años se realizó el Concilio de Nicea, el cual fue una respuesta valiente, inspirada y eclesial a una crisis que amenazaba con desfigurar el rostro y herir el corazón mismo de la fe cristiana. Su legado permanece vivo en la profesión del Credo, en la unidad doctrinal de la Iglesia, y en la afirmación llena de Esperanza del Misterio de la Encarnación que proclamamos en los Sacramentos de la Iniciación Cristiana y en cada Eucaristía dominical. Celebrar su aniversario en el contexto del Jubileo de la Encarnación es reconocer que nuestra fe es revelación divina custodiada por la Iglesia. Volver a Nicea es volver a las fuentes, y desde allí, renovar nuestra misión en el mundo con fidelidad y con gozo.